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El álamo








El álamo es el más inconfundible de los árboles que vemos todos los días y su obelisco verde da un alto decoro a la arquitectura del paisaje.
Todos conocemos su corteza gris y casi lisa, y sus hojas de verde oscuro en el haz y de blanco plateado en el revés, de pecíolo largo y fino que fomenta su incontenible temblor. También sabemos todos que prefiere las zonas frescas y húmedas, que se reproduce por semilla y por estaca, que crece a ojos vista como algunas hierbas, que su hoja conservada en invierno sirve para forraje, a falta de heno, y que de su madera blanda y sin nudos sale de todo como de la mano de los pobres: vigas, listones, alfajías, artesas, cajones, cajitas, colmenas, palas de horno... en fin, desde zuecos a vagones de ferrocarril.
Dicen que el álamo virginiano se remonta hasta los cuarenta metros y que el canadiense duplica con exceso esa esattura. Puede ser. Yo sólo se que el temblor y el rumor de las hojas del álamo consuenan con los del arroyo, la lluvia y las alas al comienzo o al final del vuelo. Pero en lo que el álamo me parece superar a los demás árboles, es en su incontenible vocación de niveles celestes, en su empeño de hacer llegar aladamente al corazón del cielo, el verdor viviente de la tierra.




de "Nuestro Padre el Árbol"
Luis Franco

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